martes, 8 de marzo de 2016

En busca del tiempo perdido

“No me arrepiento de mi pasado, pero sí del tiempo perdido con las personas equivocadas”

Los primeros fenómenos que acapararon la atención de la raza humana, fueron los producidos por el efecto del sol y la luna. Noche y día; frío y calor. El orto y el ocaso, se convirtieron en referencias para medir el tiempo y los primeros en percatarse de la importancia de estos ciclos sobre la Naturaleza se erigieron en líderes destacados de sus respectivos colectivos. Culturas como la babilónica en valle del Tigris, la egipcia en el delta del Nilo y la azteca en Mesoamérica, diseñaron calendarios que calculaban la posición de los astros de manera tan precisa que, aun hoy, causa asombro. Según fuera su función y el astro de referencia, los había solares o lunares, civiles o religiosos. Las coincidencias entre ellos resultan  asombrosas e incluso se ha especulado con la posibilidad de un único origen. En ese sentido, antropólogos y arqueólogos, mantienen discrepancias significativas que varían según sean las fuentes consultadas.

El calendario actual, conocido como gregoriano y de uso en la mayoría de países desarrollados, no es sino una modificación del juliano romano, heredado del griego cuya características principales fueron determinadas por los sacerdotes del imperio babilónico. Fueron también estos últimos, quienes usaron la circunferencia como base para representar la conversión espacio-tiempo, es decir, días en grados. Siendo la duración de un año solar de 365,24 días, su representación geométrica siempre ha dado dificultades. Tampoco los ciclos sinódicos lunares de  29 días se ciñen matemáticamente a esa relación. Así pues, cada civilización, creó sus propios ajustes dando lugar a días específicos, cuya actividad estaba reservada a la meditación, el recogimiento y la preparación de un nuevo ciclo. Con ello reconocían la importancia de los ciclos naturales y se aseguraban la adaptación de la vida social respecto a la Naturaleza que les circundaba.

En la actualidad, no precisamos saber leer las estrellas ni predecir los eclipses en nuestra vida cotidiana. Nos es suficiente con leer las noticias o consultar el reloj. De las variaciones atmosféricas, se encargan los satélites. El tiempo ha pasado a ser una cuestión mecánica y no somos verdaderamente conscientes de su importancia hasta que, por un motivo u otro, tenemos la sensación de que no lo controlamos. Lo hemos convertido en un valor y lo usamos como moneda de cambio al recordar aquello de que “el tiempo es oro”. Su gestión ha dado lugar a diferenciar, lo urgente de lo importante, lo inmediato de aquello que puede esperar. Del quiero por el debo. En el libro, “El octavo pecado capital” de Eduardo Terrero, se menciona a la prisa como un elemento nuevo que añadir a los anteriores vicios del ser humano.  No es desacertado considerarlo así.

La globalización, nos obliga a coordinar cualquier acción que queramos realizar, en un mundo que no descansa. Consecuentemente, nuestro reloj biológico se desajusta al transitar por los husos horarios, cuando viajamos a través de los continentes.Usamos todo el tiempo disponible para mejorar la producción, la comunicación o la economía. Por lo tanto, ya no es posible perder el tiempo si se quieren cumplir los objetivos. Sin embargo, cuando nos hacemos conscientes, nos damos cuenta de que, con las prisas, se nos olvidan cosas, actuamos como autómatas y nos cuesta permanecer atentos.  Solo cuando la tensión y el estrés nos obligan a tomarnos un descanso, reaccionamos y nos proponemos, una y otra vez sin conseguirlo, recuperar el tiempo perdido. Deberíamos preguntarnos, en comparación con las antiguas civilizaciones, si es asumible el precio que pagamos por no respetar los ciclos naturales y biológicos.

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