viernes, 29 de abril de 2016

La utopía como objetivo

“Ayer soñé que veía a Dios y que Dios me hablaba; y soñé que Dios me oía…      Después, soñé que soñaba”.                                              Antonio Machado

A veces, la voluntad del hombre se trunca a pesar de sus más fervientes deseos. Como dice un conocido refrán español, “El hombre propone y Dios… dispone”. Han sido tres semanas que he faltado a la cita con mis lectores y no quisiera eludir mi responsabilidad ante ese silencio vital. Esta situación poco usual en mí - provocada por una crisis de argumentos y unas circunstancias adversas en lo personal - me ha dado a conocer lo absurdo e ineficaz que a veces resulta el humano esfuerzo, cuando las musas de la creatividad se enemistan con la voluntad de aquel que “quiere… pero no puede”. Por eso mismo, a todos aquellos que han accedido al blog durante estas semanas, por el respeto que se merecen y por haber defraudado sus expectativas, les pido disculpas.

Dicho lo anterior, me gustaría mencionar que, en el último encuentro del Club de Espejo tratamos un tema fascinante y, para mí, desconcertante. La Utopía. Una palabra, acuñada por Tomas Moro en el año 1516, que daba nombre a una isla paradisíaca que enmendaba los problemas habituales de la rígida sociedad  a la que el autor pertenecía. Sin embargo, no fue el primero en pensar en un mundo ideal. Platón ya lo había hecho en la Grecia antigua, cuando escribió “La República”. Es más, en mi opinión, si tomamos como referencia la historia, todas las grandes conquistas de la humanidad han perseguido, y persiguen aún hoy, encontrar ese paraíso perdido. Un espacio mítico y sagrado que cualquier religión ubica más allá de lo terrenal y que, de manera más prosaica, los humanos han tratado de situarlo en algunas localizaciones como la Atlántida, la Lemuria o Agharta. Por desgracia, las expectativas quedaron agotadas en la infructuosa búsqueda de la ciudad de "El Dorado" que, los conquistadores españoles, hicieron cuando descubrieron América.

Tal vez por eso, Utopía, abandonó su raíz espacial y se transmutó en un concepto. En este sentido, la utopía podemos considerarla como un modo optimista de concebir cómo nos gustaría que fuera el mundo y las cosas. Esa carga ideológica, nos ofrece también una base para formular y diseñar sistemas de vida alternativos, más justos, coherentes y éticos. Una consecuencia de ello, es que se ha hecho extensiva a distintas áreas de la vida humana, y podemos hablar de utopía económica, política, social, religiosa, educativa o tecnológica. La utopía como tal, acoge como esencial lo excelso y lo sitúa frente a lo vital. Se convierte en inalcanzable al relacionarse con el futuro, y se muestra como un fruto de la intuición, más que como un producto lógico de la mente consciente. Al situarlo en el futuro, temporalmente escapa a nuestro control pero nos condiciona con la idea de alcanzarlo. Y he aquí, mi confusión…

Si los grandes “gurús” de la autoayuda precisan que la forma óptima de vivir es en “aquí y ahora”, (lo cual excluye explícitamente el futuro)… Si la única forma de ser feliz es no desear, (pero es imposible no imaginar un mundo mejor aunque represente una utopía), la realidad, nos deja huérfanos de ilusión para enfrentarnos a nuestro devenir.  Es por eso que, asumiendo mis propias conclusiones, prefiero pensar que, la utopía,  es una extensión del alma que mora en el inconsciente colectivo y que, como si un reflejo de nuestro cerebro se tratara, representa el hemisferio contrario a aquel en el que mora la esperanza. La utopía nos sugiere el camino, mientras la esperanza nos permite avanzar por la senda de la vida hasta que, finamente, alcanzamos nuestro destino. Algo fácil de entender, cuando escuchamos a Juan Manuel Serrat interpretando los versos de Antonio Machado.

lunes, 4 de abril de 2016

No conviene romper el espejo

“Por muy lentamente que os parezca que pasan las horas, os parecerán cortas si pensáis que nunca más han de volverá pasar”.                           Aldous Huxley

La sabiduría popular nos dice que “más sabe el diablo por viejo, que por diablo”. A mi entender, estas palabras son un homenaje a la experiencia, cuando ésta se convierte en conocimiento; especialmente, en aquellas personas que hoy profesan  la condición de “memoria viva” de un tiempo pasado. Un tiempo, que acostumbra a emplearse con excesiva generosidad de joven  y que, al llegar a la “tercera edad”, se añora precisamente por su presumible escasez. Así pues, desde tiempos pretéritos, encontrar  “La fuente de la eterna juventud”, junto a la conversión del plomo en oro, fue uno de los objetivos principales los alquimistas durante la Edad Media y, aún hoy, representa un reto en la agenda de los actuales científicos; lo de convertir el plomo en oro…  parece ser que llegó a ser posible pero nunca rentable.

Lo anterior viene a cuento porque, recientemente, he tenido ocasión de visitar una exposición que exploraba algunas tendencias sobre el futuro de nuestra especie. “+Humanos” es el nombre de la muestra. En su interior, pude ver técnicas de reproducción asistida, robótica, biología sintética, e incluso, la posibilidad de perpetuarse mediante técnicas de digitalización. Debo decir que quedé impresionado y algo confuso. Me llamó la atención que, entre los diferentes proyectos expuestos, estuviera la posibilidad de prolongar la vida hasta los ciento cincuenta años. De conseguirse, su realidad encierra la duda terrible de que, lejos de llegar a ser un beneficio para la humanidad, se convierta en una amenaza para nuestro planeta. Por eso, cada día es más importante fijar los límites éticos y legales sobre las posibles consecuencias de estos planteamientos. 

En mi opinión, aún aceptado esta longevidad de forma pragmática, cabe preguntase por las dificultades que resultarían de la relación y convivencia de seis generaciones en un mismo espacio- tiempo. Eso, sin mencionar como afectaría a la gestión y explotación de  los recursos de una Tierra ya sobre saturada actualmente. Doy por hecho que pertenece a la juventud, en su rebeldía, aventurar nuevas hipótesis, derrochar confianza hacia un mundo distinto y avanzar por aquellos caminos inexplorados. Es normal que, la vitalidad inagotable que nutre cada nueva generación, haga que ésta vuele sobre el terreno desconocido sin apenas esfuerzo. Por el contrario, quienes han recorrido ya gran parte del camino, avanzan con la prudencia que les dicta la experiencia de sus múltiples intentos fallidos. Saben que, más que llegar primero, es importante llegar en condiciones que les permita saborear lo vivido, lo experimentado. 

El relevo generacional es consecuencia de la misma existencia y, en ese sentido, la evolución como tal, siempre tiene prisa por alcanzar lo más inalcanzable de la utopía. Quizás es por eso que, mientras el joven reniega de la esclavitud del tiempo, el viejo desea prolongar su estancia en él. Mientras el joven sueña, el adulto permanece insomne en su madurez. Dos versiones de una única realidad, en la que el tiempo siempre juega a favor del último en llegar. El futuro, por encima de cualquier consideración, pertenece a quien lo imagina, a quien puede alcanzarlo. A nosotros, en nuestra madurez, nos corresponde la responsabilidad de lo que soñamos en su día. En lo relativo al presente, sería deseable que unos y otros nos mirarnos en el mismo espejo. Compartiéramos su reflejo, en lugar de romperlo. Trae mala suerte.