“Si tropiezas y caes al suelo, levántate
enérgicamente. Si vuelves a tropezar, vuélvete a levantar. Si tropiezas una
tercera vez, no camines, siéntate y analiza cual es el motivo por el que
tropiezas”. leído en Emprendices.co
La sociedad define como ludópatas a quienes
desarrollan una conducta compulsiva hacia el juego que, en el ámbito de la
salud, es conocida como “juego
patológico”. Las consecuencias de esta enfermedad son ampliamente conocidas por
las Asociaciones que ayudan a este tipo de enfermos. Pérdida de autoestima,
ruina económica y desarraigo familiar, son alguna de ellas. Síntomas como la
carencia de voluntad para dejar de jugar y la culpabilidad posterior por no
poder controlar la situación, crean un círculo vicioso del que el enfermo trata
de salir infructuosamente. Eso es así, porque en la mayoría de veces el
ludópata, trata de recuperar su autoestima exponiéndose nuevamente a las mismas
circunstancias que causaron su pérdida.
En ese sentido, los medios de comunicación, para argumentar las consecuencias de esta enfermedad, nos
muestran a un jugador que de forma irresponsable pierde su dignidad y su
patrimonio en las máquinas, o en las mesas de juego. Esa
imagen que nos presentan, no es otra que la de un enfermo que, como cualquier otro, precisa de
tratamiento. Sin embargo, cuando leemos los artículos que describen ese tipo de
“alarma social”, fácilmente podríamos
caer en el error de pensar que el juego, como tal, es algo deleznable que
conviene erradicar, olvidando tal vez que es jugando como crecimos y como llegamos a
ser lo que somos. Los juegos de guerra, los de estrategia, los de cálculo e
incluso los que evocaban deseos imposibles de realizar, desarrollaron en nosotros
la competitividad necesaria para, de mayores, afrontar los retos que la
sociedad nos impone.
Por eso, además de hacer proselitismo sobre las
consecuencias del juego patológico, los mismos profesionales que lo denuncian,
deberían divulgar, a su vez, las causas que lo propician. La rivalidad ha
formado siempre parte de nuestra vida. A mi entender, desde pequeños competimos
por el afecto de nuestros padres, más tarde por el reconocimiento de nuestros
tutores o maestros y por último, por aquella plaza laboral que nos de la
seguridad que buscamos. Ello nos obliga a actuar en los límites de nuestras
posibilidades, buscando ir más allá continuamente. Sin riesgo no hay beneficio; sin
diferencia, no hay identidad. De hecho, la personalidad, queda
configurada por la lucha que sostenemos para ser reconocidos por los demás a
través de nuestros valores, sentimientos y habilidades. Es la falta de ese
reconocimiento lo que crea inseguridad y lleva a las personas a trasgredir sus
propios límites. Así pues, competimos para poder sentirnos autónomos, para no ser
dependientes, en una sociedad tremendamente competitiva.
El niño cuando nace trae consigo la semilla de la
individualidad y debe competir para conservarla. Más tarde, cuando sea capaz de
concebir la utopía tendrá, casi con toda certeza, que superar la frustración de
no alcanzarla. Es por eso que deberá continuamente reafirmarse, para no caer en
la despersonalización de una sociedad que loa a los vencedores y castiga con el
ostracismo a los que no han alcanzado el éxito. Podría decirse, que venimos
obligados a ganar para hacer bueno aquello de …”yo no soy tonto” y en
ese sentido, la necesidad de no parecerlo, convierte al jugador en adicto y al
empresario que lucha contra la crisis, en un ludópata en ciernes que, cada día,
se juega su empresa contra las
tendencias del mercado.
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