“Algún día, en algún lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti
mismo; y esa, sólo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus
horas” Pablo Neruda
Cuando hablamos
de la identidad de alguien, acudimos de forma sistemática al conjunto de
particularidades que la identifica. Dicho así, no parece una gran cosa; es,
como una verdad de Perogrullo, una obviedad. Sin embargo, empezamos a darnos
cuenta de su importancia cuando, aún sin llegar a conocer a nadie en concreto,
pensamos en algo llamado Alzheimer. Una enfermedad que se caracteriza por la
pérdida progresiva de la identidad. Al igual que sucede en una vela encendida con
la cera que cubre su mecha y le permite arder, igualmente sucede que, aquello que
en su día sirvió a una persona para identificarse e identificarnos, se acumula
en algún lugar irrecuperable, mientras
la llama de la vida, poco a poco, se consume. Esa parte del ser humano no es
otra que la memoria, la base de nuestra identidad.
Aunque, a lo largo de nuestra vida cambiemos nuestra
forma física o nuestra manera de pensar, hay algo que paradójicamente permanece
inalterable; nuestra identidad. El ser humano, tiene conciencia de quién es porque
tiene memoria, es decir, recuerdos de las diferentes etapas de su vida. Desde
su más tierna infancia hasta la madurez, la persona no deja de buscar
respuestas a quién es. El niño, interactúa con su imagen en el espejo, cuando
aún no ha alcanzado el dominio corporal.
Más tarde, cuando llega a reconocer que la imagen que ve en el espejo es él mismo, se inicia
el proceso de su autoconocimiento. Sin embargo, es en la adolescencia donde se
produce el verdadero proceso de identificación. Sucede que, al contrastar sus
preferencias con las de la familia a la cual pertenece, el adolescente, crea
una imagen de sí mismo por la que se reconoce y desde la que se relaciona.
Esa autoimagen, es la base de una
autoestima que nos permite valorarnos, positiva o negativamente, según sea el
análisis previo que hagamos de nuestra personalidad. En ese sentido, está
también el desarrollo del autoconcepto que, a diferencia de la autoestima, va aún
más allá y se centra en el reconocimiento de nuestra singularidad; de nuestra
individualidad. De otra parte, la personalidad, es decir la conducta, el
intelecto y las emociones, se unen a la autoimagen y el autoconcepto para
definir, entre todos ellos, nuestra identidad. Tal es así que, la carencia de
cualquiera de esos componentes dificultará alcanzar cualquier objetivo.
En mi opinión, la identidad, aún
siendo una, puede ser considerada bajo tres aspectos conceptuales. La
identidad personal, aquella que coincide con nuestra imagen. La identidad
social, aquella que nos identifica con un colectivo específico y por último, y
cada vez más relevante, nuestra identidad digital, la que nos relaciona con un
mundo global. La pérdida de identidad, sitúa a
la persona al margen del sistema y obliga al individuo a vivir en el
olvido de “sí mismo”. La falta de motivación, le impide pensar libremente en cómo
vivir, a dónde ir y qué hacer. Sobre
todo, si cada día, ha de reconstruir de nuevo
su identidad.
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