“La calidad de vida de una persona es directamente
proporcional a su compromiso con la excelencia, independientemente de su campo
de actividad”. Vice Lombardi
Él era el mejor y
cuando competía, era un valor seguro. En las cinco últimas carreras, había
llegado el primero. Todo el mundo sabía que no le gustaba quedarse atrás para luego
recuperar terreno adelantando a sus oponentes en la última curva. Su salida
explosiva, le colocaba en cabeza desde el primer momento y permanecía en ella
hasta que traspasaba la meta. Ya nadie dudaba de su victoria e incluso, como
certeza de su impronta ganadora, las apuestas que predecían o anticipaban su posible
derrota se cotizaban muy altas. Era lo natural debido a lo improbable del
resultado. Sin embargo, aquél día sorprendió a un público que no entendía lo
que estaba viendo. Por qué el campeón, en lugar de salir corriendo, caminaba con orgullo frente
a los asistentes. Sus pasos eran firmes y seguros y en sus ojos, se distinguía
la mirada de quien conoce sus posibilidades, sólo que esta vez, no parecía
querer apresurarse… En las gradas, el público permanecía en silencio. ¿Qué
estaba sucediendo?
Desde su nacimiento, estuvo
predestinado para alcanzar la excelencia y su entrenador era consciente de
ello. Su cuerpo fibroso apenas contenía un gramo de grasa. Su musculatura había
sido puesta a punto día tras día en sesiones de mañana y tarde. Digamos de
paso, que la motivación formaba parte de su instinto. Un instinto que le
obligaba a dar lo mejor de sí mismo una y otra vez. Al final de cada prueba su entrenador
se sentía orgulloso de él. Lo sabía porque, tras conseguir lo que le pedían,
siempre recibía muestras de admiración y algún premio. Más tarde, en plena
juventud, llegaron los triunfos. Se acostumbro a ir delante de los demás. Ganar
se convirtió en una rutina a pesar de que sus competidores eran cada vez más
potentes y más rápidos. Sin embargo, desde que entró en los circuitos
profesionales, había algo que le inquietaba. Ganaba pero no conseguía alcanzar
su meta. La insatisfacción fue creciendo
dentro de él. En su última carrera, su
instinto le advirtió que, aún siendo el mejor, nunca conseguiría alcanzar lo
que se proponía si seguía haciendo lo mismo. Entonces, ¿Qué debía hacer para
conseguirlo?
Nunca supo en realidad
como llegó a aquella conclusión. Algo, más allá del instinto, le hizo darse
cuenta a “Veloz”, pues así se llamaba aquel galgo, que su codiciado objetivo
siempre se escondía en el mismo lugar. Se desplazó sin prisas, casi sin
esfuerzo y esperó la llegada de su presa. Por fin consiguió su meta. De ahí su
mirada de orgullo. Sin embargo, esta vez, el único premio que recibió fue la
incomprensión de quienes esperaban que persiguiera la liebre. Sus dueños, en
atención a las muchas cualidades genéticas, le dieron un retiro dorado como
semental y su nombre quedó en el olvido. Los que le conocieron cuenta su historia como una anécdota y siguen
apostando a quienes persiguen la liebre sin cuestionarse la posibilidad de
alcanzarla. Para ser sinceros, el sentido que “Veloz” tenía de la excelencia, su meta, nunca
fue la misma de quienes le usaron para obtener la suya.
Como seres humanos, es
fácil observar que desde pequeños tratan de convencernos para que compitamos
por ser los mejores, formando parte de un sistema en el que se exige perseguir
la excelencia como medio para hacer sostenible la sociedad actual. En ese
sentido, tal vez debiéramos preguntarnos si estamos de acuerdo con aquello que
nos proponen. En nosotros está
distinguir hasta qué punto es una opción
personal o una exigencia. En cualquier caso, la mejor decisión será siempre… ser
uno mismo. De lo contrario pagaremos un coste muy alto por una supuesta calidad
de vida basada en la insostenibilidad de permanecer eternamente en la cima.