
A veces, la voluntad del hombre se trunca a pesar de
sus más fervientes deseos. Como dice un conocido refrán español, “El
hombre propone y Dios… dispone”. Han sido tres semanas que he faltado a
la cita con mis lectores y no quisiera eludir mi responsabilidad ante ese silencio
vital. Esta situación poco usual en mí - provocada por una crisis de argumentos y
unas circunstancias adversas en lo personal - me ha dado a conocer lo absurdo e
ineficaz que a veces resulta el humano esfuerzo, cuando las musas de la
creatividad se enemistan con la voluntad de aquel que “quiere… pero no puede”. Por
eso mismo, a todos aquellos que han accedido al blog durante estas semanas, por
el respeto que se merecen y por haber defraudado sus expectativas, les pido
disculpas.
Dicho lo anterior, me gustaría mencionar que, en el
último encuentro del Club de Espejo tratamos un tema fascinante y, para mí,
desconcertante. La Utopía. Una palabra, acuñada por Tomas Moro en el año 1516, que
daba nombre a una isla paradisíaca que enmendaba los problemas habituales de la
rígida sociedad a la que el autor pertenecía.
Sin embargo, no fue el primero en pensar en un mundo ideal. Platón ya lo había
hecho en la Grecia antigua, cuando escribió “La República”. Es más, en mi
opinión, si tomamos como referencia la historia, todas las grandes conquistas de
la humanidad han perseguido, y persiguen aún hoy, encontrar ese paraíso
perdido. Un espacio mítico y sagrado que cualquier religión ubica más allá de
lo terrenal y que, de manera más prosaica, los humanos han tratado de situarlo
en algunas localizaciones como la Atlántida, la Lemuria o Agharta. Por
desgracia, las expectativas quedaron agotadas en la infructuosa búsqueda de la ciudad de "El Dorado" que, los conquistadores españoles, hicieron cuando descubrieron América.
Tal vez
por eso, Utopía, abandonó su raíz
espacial y se transmutó en un concepto. En este sentido, la utopía podemos considerarla
como un modo optimista de
concebir cómo nos gustaría que fuera el mundo y las cosas. Esa carga
ideológica, nos ofrece también una base para formular y diseñar sistemas de
vida alternativos, más justos, coherentes y éticos. Una consecuencia de ello,
es que se ha hecho extensiva a distintas áreas de la vida humana, y podemos
hablar de utopía económica, política, social, religiosa, educativa o
tecnológica. La utopía como tal, acoge
como esencial lo excelso y lo sitúa frente a lo vital. Se convierte en
inalcanzable al relacionarse con el futuro, y se muestra como un fruto de la intuición,
más que como un producto lógico de la mente consciente. Al situarlo en el
futuro, temporalmente escapa a nuestro control pero nos condiciona con la idea
de alcanzarlo. Y he aquí, mi confusión…
Si los grandes “gurús”
de la autoayuda precisan que la forma óptima de vivir es en “aquí y ahora”, (lo
cual excluye explícitamente el futuro)… Si la única forma de ser feliz es no
desear, (pero es imposible no imaginar un mundo mejor aunque represente una
utopía), la realidad, nos deja huérfanos de ilusión para enfrentarnos a nuestro
devenir. Es por eso que, asumiendo mis
propias conclusiones, prefiero pensar que, la utopía, es una extensión del alma que mora en el
inconsciente colectivo y que, como si un reflejo de nuestro cerebro se tratara,
representa el hemisferio contrario a aquel en el que mora la esperanza. La
utopía nos sugiere el camino, mientras la esperanza nos permite avanzar por la
senda de la vida hasta que, finamente, alcanzamos nuestro destino. Algo
fácil de entender, cuando escuchamos a Juan Manuel Serrat interpretando los
versos de Antonio Machado.
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