
Tenemos por costumbre el vicio de la comparación. No
hablo de la envidia, a la que la religión considera un pecado capital, sino a
usar a los otros como modelos de referencia para valorar nuestras
circunstancias. Lo contrario también sucede. Cuando consciente o inconscientemente
consideramos la labor de los demás, lo hacemos desde nuestra propia posición. Es
decir, utilizamos nuestras habilidades y limitaciones, para valorar sus
acciones. Esto es algo que normalmente pasa cuando discutimos con nuestros
hijos más pequeños. Olvidamos agacharnos al hablar sin pensar que, para ellos, representamos
verdaderos “gigantes” a los que es peligroso, cuando no imposible, desobedecer.
En mi opinión, la vida ha puesto en el camino dificultades
insalvables para algunos, que fácilmente otros, podrían considerar como simples
contrariedades. Valorarlas o juzgarlas desde nuestra posición es un error que
nos impide darnos cuenta del verdadero esfuerzo que hacen quienes carecen de
esa habilidad. Existen discapacidades y
minusvalías de muy diversa índole. Es cierto, pero la discapacidad como tal, en
algunos casos solo limita la respuesta. En ese sentido, la capacidad de
cualquier ser humano para sentir, pensar o actuar, por disfuncional que nos
parezca, siempre es relativa y proporcional a su propia limitación. Por eso,
cualquier iniciativa que vaya dirigida a facilitar la integración en la
sociedad de quien sufre una limitación, o una discapacidad, debe ser reconocida, impulsada y sobre todo
agradecida.
Existen
algunos nombres que ilustran la conexión cuerpo mente. Alexander Lowen, usó
la manipulación y la posición del cuerpo para hacer aflorar conflictos entre
sus pacientes. Su maestro, Wilhelm Reich, dio a conocer la existencia de
barreras psíquicas que impedían la libre circulación de la energía en el cuerpo
y concluyó que “La psique de una persona y su musculatura voluntaria son
funcionalmente equivalentes”. Sin embargo, anterior a ellos hubo un
místico armenio que abrió la vía en ese campo. George Ivánovich Gurdjíeff impulsó El Cuarto camino junto a Ouspenski e intuyó, a través de danzas
tradicionales consideradas sagradas, su importancia para la superación de las
adversidades. Esas danzas siguen siendo hoy en día, la base del crecimiento
personal en muchos lugares de Latinoamérica. Música y movimiento, emoción y
acción. Coordinación entre lo que se siente y cómo se expresa.
Esto último pude verlo reflejado en
la exposición que ayer tuve la ocasión de visitar. Un fotógrafo profesional,
Josep Aznar, mostraba en sus instantáneas a un grupo de artistas poco
habituales. Sobre el escenario y en plena representación, bailarines considerados
por la sociedad como “diferentes”. La
expresión de satisfacción por la perfección alcanzada durante la actuación, la
dignidad de su saber estar y lo que para
ellos representaba aquel momento, mostrando lo mejor de sí mismos, se
reflejaban en unas composiciones llenas de sensibilidad, color y espontaneidad.
Imágenes provocadoras que trascendían el orgullo de raza de quienes en ellas aparecían.
Ellos, los del escenario, estuvieron allí y se emocionaron como yo. Al saberse
protagonistas, coquetearon con sus pícaras sonrisas y se dejaron querer por los
presentes. Al final, como tributo y en directo, otra bailarina les dedicó su
arte y compartió con ellos aquel momento de gloria. Entre el público, Jannick
Niort, una bailarina doctorada en psicología, sonreía con la satisfacción de
quien lleva treinta años haciendo bien su trabajo. Jannick, es la autora
material del “milagro”. Una labor que, afortunadamente, también se realiza en otras partes de mundo. Son conexiones que, como sucede con “el efecto mariposa”, no
conocen de fronteras.